martes, 27 de mayo de 2008

sábado, 24 de mayo de 2008

"Los detectives salvajes" de Bolaño será llevada al cine

Emol. 23.05.2008













SANTIAGO.- La novela "Los detectives salvajes" del fallecido escritor chileno Roberto Bolaño, que fue considerada una de las diez mejores publicadas el 2007 por el New York Times, será adaptada al cine a cargo del prestigioso productor mexicano Jaime Romandia.

Romandia, quien el 2005 fue nombrado por Variety uno de los "10 productores a los que estar pendientes", ha trabajado de forma cercana con el realizador Carlos Reygadas, con quien colaboró en los elogiados filmes "Batalla en el cielo" (2005) y "Luz silenciosa" (2007). La película, en todo caso, será dirigida por Carlos Sama, quien tiene sólo un largometraje en su filmografía: "Sin ton ni Sonia" (2003). Ha recibido algunos galardones por cortometrajes.

De acuerdo a Variety, la cinta estará en las manos de la productora mexicana Cadereyta, propiedad de Romandia, en conjunto con Mantarraya Producciones. La idea de los realizadores es reunir un elenco de actores latinoamericanos y también involucrar a Chile en el proceso, por lo que existen negociaciones con MC Films para participar como coproductora.

"Estamos tratando de tomar ventaja de oportunidades de coproducción para abrir el cine mexicano. La primera película de Carlos Reygadas 'Japón' sugirió que se podía hacer una película sin tener que ir a escuelas de cine formales con un presupuesto mínimo", aseguró Romandia.

Seis películas producidas por Romandia, incluidas sus tres colaboraciones con Reygadas, han terminado siendo exhibidas en distintas muestras del Festival de Cannes.













viernes, 23 de mayo de 2008

Un detective salvaje

por Gonzalo León
La Nación. 16.04.2007


















El Viernes Santo me invitaron a un bar. Según Jaime Pinos, el bar habitualmente está cerrado en esos días, pero que esta vez habrá una excepción, sólo por nosotros, aclara. Me pregunto qué clase de cofradía o secta puede hacer abrir un bar en Viernes Santo. Inmediatamente me vienen a la mente los masones. ¿O sea que Jaime es masón?

Detengo un taxi y mascullo la dirección. El chofer me responde con un ah, usted va a la reunión. Paranoico, pienso que a lo mejor no se trata de una cofradía, sino de una confabulación en mi contra. Quiero bajar del auto, pero ya ha tomado velocidad por Diagonal Paraguay, luego por Rancagua. En medio de las luces, diviso un restaurante chino al que siempre he querido entrar sólo por su nombre: Cam Xiong, ubicado en Bilbao con José Manuel Infante. Llegamos, anuncia el chofer. Intento pagar, pero el taxista se niega a recibir mi dinero, cosa que me hace anotar esto en una libretita.

Me encuentro en las afueras del bar en cuestión que, pese al anuncio de Jaime, está con las cortinas abajo. Era sólo una broma, pienso para mi tranquilidad; pero luego, cuando me encamino hacia Providencia, observo una cortina levantada y luz adentro. Soy curioso, así es que ingreso. Un hombre vestido de blanco me dice lo estábamos esperando, señor León. Me dejo guiar hasta una mesa en donde se encuentra Jaime y diez personas más. Intento sentarme, pero mi guía dice aquí no, es allá. Lo esperan. Miro para todos lados y no veo ninguna mesa ocupada, a no ser que me esté esperando el hombre imaginario.

De pronto, alguien grita por aquí. Y una figura inmensa, muy parecida a Little Johnny, el fiel compañero de Robin Hood, me tiende la mano a través del aire. Mi nombre es Juan Esteban, pero Roberto me decía García Madero. Imagino entonces que este tipo, que posee un extraño acento, se llama Juan Esteban García Madero. Tomo asiento.

Juan Esteban me pregunta si quiero cerveza, a lo que contesto sí. La cerveza se desliza lentamente por mi mente, a medida que desaparece del vaso.

Como no sé qué hago aquí, espero a que Juan Esteban me explique. Pero Juan Esteban habla de poesía, de poesía mexicana, de infrarrealismo, ¿tú sabes qué es eso, no es cierto?, luego nombra a Mario Santiago, a José Rosas Ribeyro, a un tal Roberto Bolaño. Y cuando nombra a este Bolaño, que no es el comediante, aunque convengamos que el comediante publicó hace poco su libro de poemas, por lo que podríamos decir que la única diferencia entre esos Robertos es la “s” del apellido del comediante.

Bueno, cuando nombra a este Bolaño, se detiene, me mira fijamente a los ojos y me cuenta que, pese a que está muerto, tiene un serio problema con él. Como nunca he tenido problemas con los muertos, le digo que no creo en fantasmas y estoy a punto de irme. Juan Esteban me dice entonces que en realidad es un personaje de una novela de ese tal Roberto Bolaño. No entiendo, le digo, y él se exalta y grita no sé por qué a la gente le cuesta entender lo difícil que es ser García Madero en “Los detectives salvajes”.

Pienso que este tipo está loco. ¿Cómo alguien puede pensarse personaje o protagonista de una novela? Juan Esteban explica entonces que él conoció a Roberto en los ’70 en México y que en “Los detectives salvajes” él nombra a muchos amigos de esa época.

Ahora sí que no entiendo cuál es el problema. Juan Esteban exclama de pronto me carga que me escriban. Bueno, ¿y yo qué puedo hacer al respecto? Di en tu diario que me carga que me escriban, dilo, por favor, porque esto no es agradable, digo que te escriban, porque lo escrito, escrito está. A lo que me refiero es que las palabras nunca tienen relato con la realidad y eso, no sé por qué te cuento esto, bien lo sabe mi esposa.













domingo, 18 de mayo de 2008

El detective salvaje

por Rodrigo Fresán
16.07.2003













UNO Escribir necrológicas no es otra cosa que desarmar al vivo para ensamblar al muerto. Pocas ganas de hacer eso con Roberto Bolaño. Y muy difícil: Bolaño era una persona definitivamente viva. Por eso, porque se lo merece, porque es lo único que sale a la hora de su todavía inverosímil muerte, mejor, una vitalógica antes que una necrológica.


DOS La clave tal vez esté en el título de su libro más famoso. En eso de Los detectives salvajes caben tanto el profesional de la fría deducción como el ser que se mueve por puro instinto y fuera de los límites de lo civilizado. Así es la literatura de Bolaño. Así seguirá siendo: un torrente donde cantan las bestias más líricas y razonan los cerebros más poderosos. Y escribo esto en el amanecer del martes, hace un rato que llamaron para avisar de su muerte y abajo, en la calle, un hombre golpea y le grita “¡Háblame!” a un teléfono público que no le responde. Una inequívoca escena de un libro de Bolaño. Un último y respetuoso homenaje de la realidad a sus ficciones.


TRES Bolaño muere luchando y escribiendo. Bolaño muere en activo y en el momento justo de su gran despegue internacional, con todavía mucho para contar, para seguir contando. Días atrás, Bolaño era tapa del suplemento de Libération, Le Monde le dedicaba una página entera, Susan Sontag y el TLS saludaban con euforia su edición en inglés, y –en su última aparición pública, en un reciente congreso de nueva literatura latinoamericana en Sevilla– había quedado muy claro que toda una generación lo consideraba su tótem así como el mejor ejemplo posible a seguir. Una de esas noches —días antes de ser internado– Bolaño ofreció una espontánea y magistral clase en el arte de narrar: Bolaño repitió una y otra vez un chiste malísimo –que a él le parecía formidable– con mínimas variaciones o con drásticos cambios sin por eso alterar en nada la trama de ese chiste. No exagero si afirmo que ahí y entonces se pudo aprender mucho más que en años de taller literario. El vacío que nos deja es un vacío sin remate ni gracia. Por su parte –no es chiste–, Bolaño estaba poniendo a punto su mega-opus de más de mil páginas titulada 2666 y acababa de entregar a su editor el libro de cuentos El gaucho insufrible. Allí, la Argentina aparece de muchas maneras. A Bolaño le intrigaba y le apasionaba la Argentina. “Ese país donde hasta los escritores pésimos saben escribir”, definía. Y no hace mucho tiempo, en un ciclo cultural, Bolaño había leído un texto genial y demoledor –”Derivas de la pesada”– en el que recorría toda la literatura argentina como si se tratara de una casa. Una casa tomada donde los escritores aparecían en forma de muebles, de objetos, de electrodomésticos. Borges estaba en todas partes. Eso sí: Bolaño era muy pero muy malo a la hora de imitar el acento argentino.


CUATRO El problema, claro, es que Bolaño te llamaba por teléfono, con pésimo acento argentino, y –aseguraba él– imitando a la perfección a alguien a quien nunca había visto u oído y del que apenas conocía el nombre. Para colmo, por lo general, las personas a las que aseguraba calcar al detalle eran mujeres argentinas. Después, enseguida, vencido, asumía su acento de Bolaño en conversaciones larguísimas donde podían entrar sin dificultad los decadentes hábitos culinarios de algún César; las últimas investigaciones sobre el crimen de la Dalia Negra (lo que lo llevaba a James Ellroy); Irak; el final de El sexto sentido (Bolaño no iba al cine, consumía videos; y entonces tenía casi todo un año para atormentarte con sus delirantes hipótesis sobre el final de esa película –”Ya sé: el niño es vampiro, ¿no?”– y tantas otras); las teorías psicotemporales a la Philip K. Dick (que, en más de un caso, compartía); las novedades en la última edición de “Gran Hermano”; y, claro, todo aquello que a uno le preocupaba: porque Bolaño no era sólo un enorme escritor, también era un amigo inmenso.

O, si no, bajaba desde su casa en Blanes y te tocaba el timbre de golpe y sin previo aviso (una vez temblando y asegurándome que acababa de matar a un skinhead en una pelea en el metro... ¡¡¡y yo le creí!!!) y de ahí a un bar a conversar –sin acento argentino– sobre tantas otras cosas. La última vez teorizó acerca de que el próximo gran salto evolutivo del hombre sería artificial y no natural: los hombres se autoconvertirían en máquinas para así poder alcanzar las tan lejanas estrellas y “no depender de esta porquería de cuerpo que nos tocó”, gruñó. En realidad, claro, Bolaño hablaba de su enfermedad; y ése fue uno de esos momentos. Le dije que sonaba como el replicante Roy Batty de Blade Runner. Bolaño sonrió y dijo: “¿Verdad que me ha salido bonito?” y se fue a pasear un rato por ahí.


CINCO En Tres –su último libro de poesía- Bolaño se despide con un largo texto titulado “Un paseo por la literatura”. Allí, Bolaño sueña que “era un viejo detective latinoamericano y que una Fundación misteriosa me encargaba encontrar las actas de defunción de los Sudacas Voladores”. Allí, Bolaño se presenta como un investigador de libros en llamas, un visitador de países enfrascados en batallas floridas, un médium de escritores extraviados pero unidos para siempre por los estantes de su biblioteca. “Soñé que era un detective viejo y enfermo y que buscaba gente perdida hace tiempo. A veces me miraba casualmente en un espejo y reconocía a Roberto Bolaño”, dijo allí.Ahora, Bolaño –sudaca volador que nació en Chile en 1953 pero murió en el universo en el 2003– es parte de ese paseo. Y nos corresponde salir a buscarlo y reconocerlo. No será un caso difícil: Bolaño –como Borges– estará en todas partes, en todos esos libros que escribió y en todos esos libros que no llegó a escribir pero, aun así, siempre al frente y en el frente, peleando y peleándose.

En sus últimos tiempos, Bolaño jugueteaba con la idea de armar una antología de nueva literatura latinoamericana. Primero pensó en llamarla Continente pero, enseguida, le divirtió el título de Invasión y formar a sus elegidos como si se tratara de una unidad de combate: “Unos pocos y muy calificados comandos/ninja, algunos cuantos marines, y el resto... ¡a la Cruz Roja!”, se reía a carcajadas.

Descansa en paz, Roberto. Tus libros seguirán dando guerra. Siempre.












martes, 13 de mayo de 2008

Roberto Bolaño, in memoriam

Premio póstumo por su monumental novela 2666
Página 12. 08.07.2005









2666, la novela póstuma del escritor chileno Roberto Bolaño, fallecido hace dos años en España, fue galardonada en Santiago de Chile con el Premio Municipal de Literatura. El premio en la categoría de novela fue decidido de forma unánime por el jurado, integrado por Poli Délano, Alejandro Zambra y Luz Ángela Martínez, que además concedió una mención honrosa a La Burla del Tiempo, de Mauricio Electorat. El año pasado, la obra ganadora fue El Baile de la Victoria, de Antonio Skármeta. El Premio Municipal está dotado de 2 millones de pesos chilenos (unos 9 mil de los argentinos) y será entregado a finales de este mes en la capital chilena.

Los demás ganadores del Premio Municipal 2005 fueron Pretérito Presente, de Carlos Iturra, en la categoría Cuento; Historia general de Chile II (Los Césares perdidos), de Alfredo Jocelyn-Holt, en Ensayo, y Libro de Atanasio Beley, de N. Miquea Salas, en Poesía. Este año se incorporó por primera vez el premio a la narrativa infantil, otorgado al libro Amarilis, de Ana María del Río.
Roberto Bolaño, considerado por la crítica, sus colegas y lectores como una de las voces más originales de la narrativa hispanoamericana actual, murió el 15 de julio de 2003 mientras esperaba un trasplante de hígado en un hospital de Barcelona. Sus cenizas fueron esparcidas en la localidad catalana de Blanes, donde pasó los últimos veinte años de su vida. El autor de Los Detectives Salvajes (Premio Herralde de Novela 1997, Premio Rómulo Gallegos 1998), Putas Asesinas, Amuleto y Nocturno de Chile, entre otras obras, había dejado expresado su deseo de que 2666 fuese publicada en un único tomo. Así se hizo: la obra recientemente editada por Anagrama tiene 1119 páginas.












jueves, 8 de mayo de 2008

Ruta de un detective salvaje en el D.F.

por Andrés Muñoz



El 15 de julio se cumplieron cuatro años de su muerte. Pero, de una u otra forma, Roberto Bolaño sigue vivo. Sobre todo en Ciudad de México, escenario clave en la vida y libros de este escritor chileno. Allí se ambientó su premiada novela "Los detectives salvajes". Y allí también se mantienen en pie -a duras penas- las calles, bares y plazas que Bolaño visitaba en los 70 y por los cuales hizo incluso desfilar a sus personajes. Cuando iba a estos sitios, Bolaño no se movía solo. Junto a él caminaba un grupo de poetas infrarrealistas, que hoy se atreven aquí a reandar la ruta. Entre nostalgias y unas disimuladas gotas de rabia.




La imagen está detenida en el tiempo. Ciudad de México, mediados de los 70. Una tarde muy fría. Parado al lado de un banco, un tipo crespo y de anteojos lleva a cuestas un morral, casaca de cuero, jeans gastados y botas. Está de pie, porque nunca se sienta. En una mano sostiene un taco comprado en la calle; en la otra, incómodo, varios libros. Mordisquea su taco y fuma Delicados, su marca predilecta de cigarros y los más baratos. Lo hace todo al mismo tiempo. Siempre con frío. Y siempre de pie.

Así recuerdan en el D.F. a Roberto Bolaño quienes lo conocieron a fondo. Sus amigos más íntimos. Entre ellos estaban Juan Esteban Harrington, José Peguero y Guadalupe Ochoa, tres poetas que fueron y aún son parte del movimiento infrarrealista, al cual también perteneció el escritor chileno y que es el pilar de su novela Los detectives salvajes. Estos tres mexicanos estuvieron con Bolaño en su juventud y fueron convertidos en personajes de la premiada novela: Harrington en Juan García Madero, Peguero en Jacinto Requena y Guadalupe en Xóchitl García.

Pese a los años que han pasado, dicha situación -ser personajes de la novela de Bolaño- no deja de incomodarlos un poco. Según ellos, esto fue un juego literario, pero también una falta a la lealtad y a la confianza del grupo. A la amistad que tenían. "Yo sé que García Madero soy yo, todo está moldeado a la verdad. Yo tenía 17 años ¡y el auto Impala que sale era el mío! Pero hay cosas inventadas y traiciones, y eso nosotros lo reconocemos en el papel", señala Harrington, quien junto a Peguero realiza un documental del infrarrealismo. Para mostrar que siguen vivos.

Pero hoy, en pleno Zócalo del D.F., los tres están reunidos por otros afanes: revivir, como en una máquina del tiempo, los pasos de Arturo Belano -álter ego de Bolaño en Los detectives salvajes- y los "infras" en la capital mexicana. Con las mismas paradas que juntos hacían en la década del 70. Los detectives salvajes salen otra vez de cacería.


De chelas a escribanos

Primera parada: bar El nivel, a un costado de la Catedral. Entre niños que se pasean con máscaras de lucha libre y cientos de postales de la Virgen de Guadalupe que tapizan la acera, se vislumbra una pequeña puerta. Los infrarrealistas entran. "No ha cambiado mucho" dice Peguero, mientras observa antiguas fotos blanco y negro de la ciudad que decoran los añosos muros del lugar. Hay mucha gente, más hombres que mujeres. Todos con un vaso de cerveza en la mano. "Por lo menos ahora entran mujeres, antes debíamos disfrazarnos para entrar", explica Guadalupe, y se toca su pelo corto. El aire aquí huele a maíz frito y al cuero de los viejos sillones. Los tres poetas se sientan.

"Roberto no tomaba tequila; una cerveza quizás, pero cuando decía 'vamos a tomar' no tomaba. Prefería la 'Chesco light', una bebida malísima, destilado del cactus", recuerda Harrington. Un ventilador del techo espanta el humo de los cigarros de los "infras", quienes recuerdan que Bolaño era algo tacaño: "Cuando ofrecía fumar, cortaba los cigarros por la mitad. Lo mismo hacía con los huevos al desayuno, sus medio-huevos eran clásicos. ¡Éramos miserables, pero no tanto!". En este bar, "la primera cantina de la ciudad" según reza un pequeño cartel, antes había una canaleta al lado de la barra, para que los borrachos se desahogaran sin moverse de sus asientos. Hoy deben ir al baño.

Es hora de volver a caminar. Igual que hace 30 años, donde junto con Bolaño recorrían diariamente 15 km por el D.F. En el trayecto, se oyen rancheras que salen de los locales ambulantes. "¿Qué escuchaba Roberto? A Kiss y a Lou Reed. Tenía patinadas con la música, le gustaba el rock de vanguardia", dice Peguero. Después de diez minutos, los pasos se detienen en la esquina de las calles Argentina y Dorceles. Allí estaba el departamento de Bruno Montané -Felipe Müller en la novela-, otro "infra" chileno, hijo de exiliados, que conoció a Bolaño en el México de los 70 y que hoy vive en Barcelona. Es un edificio con fachada de ladrillo, moderno para ese tiempo: tenía hasta ascensor. El departamento era muy amplio, sin ventanas y podían entrar 50 personas. O 50 "infras", para ser más precisos. "Nos reuníamos todos apretados. Ahí se fue formando el grupo, incluso ahí le pusimos el nombre a Piel Divina, el personaje del libro", explica Guadalupe, quien saca una foto en un arrebato de nostalgia.

Durante la caminata, los tres poetas se detienen cada segundo: un recuerdo, una anécdota, un abrazo, una foto. Hace tiempo que no repetían esta bitácora. Por fin llegan a la Plaza de Santo Domingo, o de los "Escribanos" como le dicen ellos. Allí, ancianos con máquinas de escribir antiguas se dedican a redactar cartas de amor a pedido de campesinos que vienen de otros pueblos. "La primera máquina de escribir de Roberto era una de ésas, pero roja. Cuando amanecía -recuerda Peguero-, veníamos a la fuente de la plaza para ponernos presentables, nos lavábamos la cara y despertábamos después de una noche de copas. También era todo un panorama sentarse a escuchar lo que la gente pedía en sus cartas, son verdaderos poemas".


Habana Club

"Era demasiado tarde. Ya no pasaba ninguno, así que decidimos tomar juntos un pesero hasta Reforma y de ahí nos fuimos caminando juntos hasta un bar de la calle Bucareli, en donde estuvimos hasta muy tarde hablando de poesía" cuenta García Madero en Los detectives salvajes. Hoy, Harrington -o García Madero- está vestido de negro. Tiene varios kilos de más y está calvo. Y sigue fumando sin parar, un código que él, Bolaño y los otros "infras" nunca rompieron. Harrington y su colegas llevan media hora caminando desde el Zócalo. Se detienen en las calles Reforma con Bucareli, las mismas del libro. Los bares y almacenes están remodelados. Excepto uno.

El café La Habana, o café Quito para los lectores de la novela bolañista, es popular entre detectives, abogados y periodistas. Tiene muchas historias, como haber sido centro de reunión del Che Guevara y Fidel Castro. "Nos sentábamos al fondo y a la izquierda, en una mesa doble. Ese era nuestro sagrado sitio. A veces Roberto venía sin sus lentes y no nos veía al entrar, y teníamos que ir a buscarlo a la calle", cuenta Peguero. Ya no están las mismas meseras, que fueron inspiración de tantos poemas y discusiones. "Escribíamos como locos, poemas de 28 cuadrillas con pasión y fuerza. Y todo aquí mismo y en el momento", dice Harrington. En este café las charlas trataban de literatura, política, cine y mujeres. "Eran algo machistas, no sólo por hablar de mujeres, sino porque ellos se creían más importantes. A veces nos dejaban de lado", se queja Ochoa, sentada en la misma mesa de antaño. Piden unos tragos y un plato de "chiles toreados", sólo para valientes. "Antes sólo tomábamos café y banderilla, un pan dulce. Eran muy lindos esos días, había un sentido de la belleza y la pureza que era muy determinante en nuestra vida. Vivíamos nuestra poesía de esa forma. Nunca hemos dejado de querer esos momentos", recuerda Harrington con la voz cortada.

La mesera trae la cuenta, mientras sobre la mesa hay un ejemplar de Los detectives salvajes que nadie se molesta en abrir. Los tres "infra" lo ven con indiferencia. Como si no existiera. Sólo Harrington atina a decir: "Mientras conversábamos, Roberto sacaba su libreta y con su letra chiquitita anotaba lo que serían las historias de su novela. Y es que son escritos nuestros, los vivimos, los dijimos, todos participamos". Un breve silencio recorre el salón color crema.

Afuera, a pocos pasos, está el cine Bucareli. "Ahí veíamos películas clase B, donde los senos de las actrices se veían de cuatro metros", explica Peguero, sin darse cuenta que hoy los carteles sólo anuncian el estreno de Harry Potter 5. También está el monumento del Reloj y la esquina donde estaba la Pizzería del Gringo -otro lugar reconocible en la novela-, reemplazada por una gran casona. "Comer pizza en esa época no se acostumbraba, pero Roberto siempre lo hacía, fue un precursor", dice Harrington. De vuelta a la ruta, siempre en el centro de la ciudad, pasan varias cuadras entre Reforma y Juárez. En una de ellas, no muy lejos del Palacio de Bellas Artes, estaba la antigua librería El Sótano, ahora demolida. Era el antro del robo de los "infras": guardaban la mercancía en las chaquetas y salían corriendo como si hubiesen visto al demonio.

Cruzando Juárez, detención en otro espacio obligado: el Correo. "Veníamos a escribir para participar en concursos literarios o lo que fuera", recuerda Peguero, mientras mira a este gigante edificio de estilo clásico. Como añorando los tiempos donde no había e-mail.


Ese hígado de Bolaño

"Creo que se puso Arturo Belano en honor a su amiga Bárbara Délano -hija del escritor Poli Délano, fallecida en un accidente aéreo en 1996-, pues la quería mucho", especula Harrington sobre el álter ego de Bolaño en Los detectives salvajes. Fue este personaje quien en el libro hizo un discurso sobre películas de terror en La Casa del Lago, un centro cultural que sigue en pie en el Bosque de Chapultepec, el pulmón del D.F. Allí también los infrarrealistas irrumpieron para molestar a su enemigo Octavio Paz, en un recital poético. Hoy La Casa del Lago sigue igual, escondida entre pinos, ardillas y pájaros. Con sus pilares blancos frente a un lago. "Llegar ahí es muy padre, no te quieres ir, es inhóspito", señala Peguero. Todavía se hacen recitales. Un aviso en una solitaria pizarra, con letras a color, lo confirma: "Lectura de cantos: sábados y domingos. En el bosque de la imaginación".

De vuelta al Zócalo. Son varios kilómetros, pero a nadie le importa. En el camino aparecen los clásicos "cafés de chinos", tan nombrados en la novela de Bolaño. Sobre todo El Popular, que carga 60 años de existencia. Es un local abierto las 24 horas, que antes era atendido por chinos y cuyos clientes eran estudiantes o trabajadores por sus bajos precios. La carta se remite al café con leche y a platos mexicanos en versión oriental. "Cuando había para comer, éste era el lugar: harta gente y bueno", explica Peguero. El sitio es pequeño y el tiempo vuela mirando la experticia de los mozos en los embaldosados pasillos, siempre con un amable "¿mande?" a flor de labios.

La parada final de la ruta es la casa de Roberto Bolaño. Los "infras" quieren ir a pie, pese a que cargan 50 años encima. Pero al final deciden usar el metro, hasta la estación Balderas. Mientras camina, Harrington hace recuerdos: "Roberto era algo hígado, que acá significa ser pesado, desagradable. ¿Qué irónico, no? Recuerdo cuando se ensombrecía: bajaba un poco el mentón, se echaba para atrás y empezaba a tirarte mierda. Tenía un humor seco y duro. También era algo ególatra, pero igual era un cuate, lo queríamos". Según sus amigos poetas, Bolaño era una especie de André Breton, que siempre quiso ser líder del grupo. Sin serlo. Peguero dispara: "Era un gran amigo, escribía muy bien. Quizás para su novela no debió inventar ciertas cosas, y haberse preocupado más de promover el amor y la continuidad del movimiento".

El grupo camina por la calle Abraham González, dobla en Versalles al topar con Berlín. Allí, donde estuvo la casa de Bolaño, hoy se levanta una casona de ladrillo. Ya no existe el departamento del escritor, ubicado en el cuarto piso de un edificio que fue demolido. La calle sigue siendo muy residencial. Cerca, se ven fábricas nuevas y una clínica automotriz. Más allá, en una gran avenida, un Mc Donald, farmacias y un teatro que presenta el musical "Los productores". Los tres detectives salvajes saben que el tiempo terminó. Que deben emprender la marcha de regreso. Se despiden, no entre ellos -se ven seguido-, pero sí de aquel otro infra que los miró, los investigó y escribió sus vidas. Aquel que, en la página 21 del libro, en la voz y diario de García Madero, escribió un 7 de noviembre: "La Ciudad de México tiene catorce millones de habitantes. No volveré a ver a los real visceralistas, ahora estoy leyendo a los poetas mexicanos muertos, mis futuros colegas".













jueves, 1 de mayo de 2008

2666

por Vladimir Vera















Roberto Bolaño declaró una vez que para reconocer una obra de arte, la misma tenía que ser traducida a algo capaz de hablar a todos los seres humanos. Bolaño, el último escritor maldito de Latinoamérica, dejó antes de su muerte en Barcelona, en el año 2003, un testimonio salvaje, donde muestra su visión de la muerte, el amor y el desarraigo que experimenta el inmigrante. Hablo de la novela póstuma, inacabada, de más de mil páginas, 2666. Esta obra literaria fue (en una odisea titánica) adaptada al teatro por Pablo Ley y Álex Rigola, en una pieza dividida en cinco partes y presentada en el Teatre Lliure de Barcelona.

La obra nos muestra a un coloso teatral de casi 5 horas de duración, o 5 piezas llevadas con maestría por el veterano director Álex Rigola.

La primera parte llamada “La Parte de los críticos”, recuerda los montajes de Peter Brook, por el bien llevado uso del espacio vacío, dándole importancia primordial a la palabra; es una clase magistral de literatura y el público se sumerge en la búsqueda incansable de un escritor creado por Bolaño (recordándonos su gran novela Los detectives salvajes), esperando descubrir el paradero del escritor Benno von Archimboldi, gran hilo conductor de la historia.

Luego Rigola nos transporta a la segunda parte: “La parte de Amalfitano”, ubicándonos en Santa Teresa, un pequeño poblado de México. Transitamos por varias historias desde el patio trasero de una casa mexicana, y se nos revelan los horribles asesinatos del estado de Sonora, donde cientos de mujeres han muerto y aún se desconoce su asesino.

Tercera parte: “La parte de Fate”. En una puesta escénica casi claustrofóbica, vamos de la mano de un periodista afro-americano de New York, por la vida mexicana y sus excesos, y vemos cómo, dentro del caos, puede florecer el amor como una flor en el desierto.

Cuarta parte: “La parte de los crímenes”. A mi juicio Rigola llega al cénit de la obra en este instante. Vemos la muerte riéndose en nuestra cara, apretándonos de manera inclemente al cuello, sin poder hacer absolutamente nada, paseándonos de manera descarnada por la insensibilidad del hombre, mientras el sufrimiento de las víctimas de los asesinatos de Sonora se mete por cada poro de nuestra piel. El clímax de la obra florece en esta parte, y el director se pasea de manera tímida por el teatro de la crueldad. Las cruces se quedan tatuadas en nuestra memoria.

Quinta y última parte: “La parte de Archimboldi”. Un hermoso y poético epílogo. Cerramos la obra y la búsqueda incesante con imágenes salpicadas de belleza.

Las actuaciones son uniformes. Cada actor brilla y se destaca de manera creíble y fascinante. Cabe destacar de manera positiva el trabajo escenográfico de Castells Planas de Cardedeu, que nos transporta a cinco realidades diferentes del universo de Bolaño. 2666 se presenta como un trabajo del Teatre Lliure, donde se da esa traducción de la obra de arte enunciada por Bolaño que apuntaba al principio de este texto, reconciliándonos con el hecho teatral, y dejándonos con ganas de conocer el siguiente trabajo de Rigola.